Pasión Deportiva

Horacio Piña: El hijo pródigo de Matamoros

 

Es la joya beisbolera de Coahuila. Se llama Horacio Piña, fue estrella del béisbol mexicano, jugador de Grandes Ligas y Campeón del Mundo. A décadas de distancia, narra sus victorias desde la tierra que lo vio nacer

(Vanguardia,com). El 12 de julio de 1978, más de 25 mil personas se apiñaron en el Parque de Béisbol Romo Chávez de Aguascalientes, casa de los Rieleros. En la novena entrada el número 33 caminó lentamente hasta el lugar más solitario del planeta: La loma del diamante. Tomó la bola y se limpió el sudor. Acomodó la gorra y suspiró.

Su brazo derecho cargaba 16 años de carrera y 33 de vida. Sus pantalones guangos, como siempre le gustaron. Todos veían aquel número 33 en la espalda, aquél que escogió por el año en que murió Jesucristo.

26 bateadores en fila de los legendarios Diablos Rojos del México habían sido retirados. La afición miraba de pie. El bateador se paró en home. Dos strikes la cuenta. Después, dos bolas que parecían strikes. Le siguieron dos fouls. El último de 86 lanzamientos estaba a la espera. El catcher le dio la señal: curva. “Chingados”, dijo. No hizo caso. Quería su mejor lanzamiento: la recta. Y tiró: “!Fuera!”, gritó el ampayer. Y su receptor saltó y todos los compañeros se abalanzaron sobre él: ¡Juego perfecto! La gente y sus contrincantes le aplaudían.

Pero Horacio Piña, aquel lanzador que lograba la joya más sagrada del béisbol, no lo sabía. Se fue a los vestidores y pidió que lo atendiera el médico. De tanta tensión se le había engarrotado una pierna. Minutos después dejó de sentirla. “Ahora sí, dónde está mi cartoncito”, preguntó Horacio. “¿Cuál cartón?”, le contestaron. “Allá afuera te están esperando”.

Ninguna persona había abandonado el estadio. Horacio salió y el béisbol se rendía a sus pies: “Me cargaron y me dieron una vuelta por el estadio. De repente sólo sentía que me picaban las nalgas. ¡Órale cabrones!, les decía”.

Minutos después le preguntaron cómo veía el juego perfecto. ¿Juego perfecto?, dijo extrañado. “Sí buey, nadie se te enbasó”, le dijeron. “A chingados, yo pensé que era un sin hit ni carrera”. Pero el hijo pródigo de Matamoros, Coahuila, lanzaba el segundo juego perfecto de la historia del béisbol mexicano (años después se lograría el tercero).

– ¿Qué pasaba por su mente aquella noche?, le pregunto a Horacio.

– “Me felicitaban por el juego perfecto y yo sólo les contestaba: por fin pude ganar más de 16 juegos. Nunca había pasado esa cifra”.

– ¿En serio, durante el juego no se dio cuenta que era perfecto?

– “No para nada. Es más, llegaban los hijos del mánager y me decían: ‘estás tirando un sin hit’. Háganse pa’ llá les decía, tráiganme un café”.

– ¿Y sus compañeros no le comentaban?

– “En el dogout yo veía cómo se alejaban de mí y les decía: ¡Qué onda, háganse pa’ca! Pero me dejaban solo”.

De aficionado a Grandes Ligas

“El bateador siempre te enseña a pitchar. Aquí en México yo lanzaba como me diera mi gana; porque eran contadas las personas que se querían superar”, me explica Piña, pelo grisáceo, bigote descuidado, dentadura deteriorada, nariz abultada y sus 1.90 metros de estatura aun con algo de joroba.

Estamos en la quinta de un familiar, en Matamoros, Coahuila. Aquí, “El Ejote”, como le conocen, bebe una Corona a sus 62 años. A escasos 10 minutos de ahí, el 12 de marzo de 1945, en el Ejido Las Maravillas de Matamoros, nació quien sería el hijo pródigo de la ciudad; aquel que paralizó a 100 mil habitantes cada 12 de julio, fecha del juego perfecto.

Alcanzó la perfección en ese que llaman los cronistas rey de los deportes. Pero no fue todo. Fue el mexicano número 18 en llegar a las Grandes Ligas, el segundo en llegar a una Serie Mundial y el primero de nueve en tener un anillo de Campeón del Mundo. Además, fue electo al Salón de la Fama del Béisbol Mexicano en 1988.

Pero nada de esto se estaría escribiendo si no fuera por un foul de algún bateador. Horacio tenía 17 años y amaba el futbol. Jugaba de portero y defensa central debido a su altura. Había tocado un bate y una pelota pero los desdeñaba.

Un domingo, en el campo Cámara de Matamoros, ciudad beisbolera, a Horacio le llegó una pelota del campo producto de un foul. Él probablemente estaba platicando con sus amigos. Decidió entonces lanzar la bola de regreso.

Después del lanzamiento, una persona se acercó y le preguntó: “¿No te interesa jugar béisbol?”.

“Le pego a los bateadores”, contestó Horacio. “Te doy 50 pesos”, le propusieron. “Eran buenotes de a madre. Por eso me dediqué al béisbol”, me confiesa Horacio Piña, quien jugaría con la novena de La Paletería Galindo, su primer equipo.

Al finalizar un juego en Guadalupe Victoria, Durango, unos buscadores, entre ellos Nazario Moreno, lo recomendaron con los Pericos de Puebla en la Liga Mexicana. “No sé jugar”, volvió a decir Piña; “Acá te enseñamos”, le reviraron.

En 1965, a los 17 años, dirigentes de los Pericos de Puebla se vieron obligados a viajar a Matamoros para que su madre, pues fue huérfano de padre, firmara el contrato.

Las cosas no salieron como lo imaginó. Horacio narra que no le hacían caso, era como un bulto al que sólo saltaban y miraban indiferente. Tomó sus maletas y se fue a Monclova, a jugar la Liga del Norte.

Después recibió una llamada del manager Chito García: “Tú firmaste con Pericos, queremos que te reportes”, le dijeron; “no me dejan jugar, a qué voy”, contestó. En Monclova ganaba mil 400 pesos pero en Puebla le daban dos mil 500. Su hermano mayor lo convenció.

Pero le aplicaron la misma curva: no se paró en la loma de pitcheo. “Ahí nos vemos”, les dijo, y se regresó a Monclova. Pero después, relevaron a la persona y fue Tony Castaño quien lo convenció una vez más. Otra vez, dio su brazo a torcer.

Viajó a Guadalajara, llegó al hotel pero todos ya se habían ido al estadio. Sólo le dejaron su uniforme y 10 pesos para el taxi. Al llegar, el manager Chito García, una leyenda del béisbol, le dijo: “Con que muy huevudo, cabrón. Quiere pichar”. Piña le contestó: “A eso vengo”; “ahí ta’ la bola pues”, dijo García. Horacio terminaría ganando el partido y el mánager no le quitaría la bola otra vez.

Sólo se la quitaría cuando Regino Otero, un buscador de los Estados Unidos, le pidió que fuera a jugar en Clase A. A sus 19 años, dejó todo. Sin darse cuenta ya le habían conseguido visa. “Dios que te ayude”, le dijeron en Puebla.

– ¿Cómo le fue en esa etapa?, le pregunto a Piña.

– “Anda, lo que me daban al mes, aquí en México me lo ganaba en casi todo el año”.

– ¿Después qué siguió?

– “El Chino Ley en Culiacán me ofreció trabajo. Estuve 12 temporadas en la Costa. Jugué Triple A, hasta que aquí en México me dijeron que si quería jugar para los Indios de Cleveland en el 68”.

Jugaría ocho años en las Grandes Ligas: con Cleveland, con los Senadores de Washington, los Rangers de Texas, los Atléticos de Oakland, los Cachorros de Chicago, los Serafines de los Ángeles y los Phillies de Philadelphia.

Pero fue en 1973, con los Atléticos, cuando “El Ejote” haría historia. 6 ganados y tres perdidos, ocho salvamientos y career-highs de 2.76 carreras limpias en 88 entradas. Jugó como relevista. En el Clásico de Otoño, contra los Mets de Nueva York, participó en dos encuentros. Su equipo se alzaría con el triunfo en siete episodios. Y Horacio se convertiría en el primer mexicano con un anillo de título mundial. La gloria, los reflectores, los micrófonos de la prensa mexicana.

– ¿Qué recuerda de aquel título?, le pregunto a Horacio, quien necesita de un trago a su Corona para hablar de aquello.

– “En la Serie Mundial, cuando nos nombraban y dábamos un paso al frente, acordé con Darold Knowles que cuando lo nombraran yo daría el paso adelante; así que di dos pasos al frente para que así me vieran en todo México”.

– ¿Qué aprendió de aquella etapa en las Grandes Ligas?

– “Me enseñaron a darle con todo, a no estar con medias tintas, dar siempre tu mejor tiro, como los boxeadores”.

Lo que trata de olvidar Horacio son aquellos momentos cuando no podía ver a la familia. Una vez, un hijo suyo, de 30 días de nacido murió.
Nunca lo conoció. Lanzaba al siguiente día cuando le llegó la noticia. “Ya lo enterramos, ya mejor quédate”, le dijeron por teléfono. Lo mismo pasó cuando murió su abuelita.

De igual manera otro hijo de 12 años, que tuvo con una mujer de Aguascalientes, murió al instante cuando una estaca se le clavó en la espalda después de caerse de un caballo.

Actualmente tiene seis hijos en Matamoros y una hija en Aguascalientes, a quienes suele hablarles por teléfono en contadas ocasiones, pues su esposa se molesta.

Pero “El Ejote” habla poco de eso. Parece hasta indiferente cuando toca esos temas, pero la realidad es que es una persona sentimental y prefiere callar.

En el 76, cuando jugaba para los Phillies, le dijeron que ya nadie lo quería, que su recta ya no era la misma, “yo estaba muy lastimado’, dice. Pero no era eso, “El Ejote” se negó a inyectarse cortisona.

Regresó a Matamoros y aquí le sobraba trabajo. Pero ponía sus condiciones: 40 mil pesos y un Royal Mónaco. El Unión Laguna no aceptó, pero sí los Rieleros de Aguascalientes.

Fue aquí donde tuvo su juego perfecto, fue campeón de carreras limpias y tiene el récord de 47 entradas sin permitir anotación, 14 de ellas perfectas. Además de un juego sin hit y otro sin hit ni carrera.

Fue en el 78

Todo ese año, Horacio tentaba al sin hit ni carrera como quien tienta a la muerte. Llegó a estar en la novena sin que le conectaran un batazo, pero siempre había un error en el lanzamiento y se acababa todo. Fue en Ciudad Juárez, donde Horacio lanzaría el sin hit ni carrera.

Aquella vez él sabía que lo tenía: “tantas veces y nada”, se decía Piña. En el último out se paraba en la loma, aquella que cuidaba como a un hijo. Acudía un día antes del juego y le pedía a los que cuidaban el campo: “Ya no le mojes ahí, aplánale acá, ahí es mi caída, que no haya zoquete”, les decía. La loma de pitcheo era lo más sagrado.

Se enfrentaba a un bateador apodado “El Burrero”; éste le dijo: “A poco crees que te vas a ir tranquilote”. Piña lanzó y una rolita le cayó, “No que no chiquititío”, masculló Horacio: era el sin hit ni carrera. El público rival terminó por rendirle una ovación.

La retirada

En el 80’, jugando con la franela de Guaymas, tiró la bola tan fuerte que sintió un tirón: el tendón lo tenía reventado. Sabía que su carrera había terminado. “Le dije a don Pepe Zacatillo (su manager): se me hace que ya me voy”, recuerda Horacio. Quien se retiraba era un ídolo de muchos, un pelotero histórico para muchos especialistas, no habría duda de que estaría en el equipo ideal de todos los tiempos.

– ¿Alguna vez pensó en llegar hasta aquí?

– “Yo nunca pensé que iba a ser tanto, pero Dios me dio muchas facultades, yo pensé que iba a ser un pelotero cualquiera. Todo ha sido una chulada, hasta el día que me vaya va a ser una chulada”.

– ¿Qué anécdotas recuerda con más frecuencia?

– “En el 78 con Culiacán, en la Serie del Caribe, jugábamos en Mazatlán. Otros 3 peloteros y yo le exigimos al Chino Ley que nos hospedara en la playa y que nos diera los 40 dólares que les daban a los extranjeros que venían. Pero se encabronó y nos corrió del equipo. A mí me mandó a Mexicali”.

– ¿Y dentro del diamante?

– “Tenía una revirada muy buena. Era especialista en bogs. Siempre agarraba movidos a los ampayers. Me decían: ‘eso es bog’; no, en Estados Unidos lo hago y no me dicen nada. Era mentira, siempre me lo cantaban. Y me decían: ‘bueno no lo hagas tan seguido’; y les contestaba: no, sólo cuando lo necesite”. Horacio ríe, ríe mucho. Da un trago largo a su tercera Corona y continúa: “Una vez me dijo Raúl Cano (manager): ‘trata de quitarle el poder’. Yo le dije: ‘a chingados pues quítale el bate’, y se fue mentándome la madre”.

Pero en el béisbol todos lo querían, quizás, dice, porque se adaptaba a cualquier lugar donde estuviera. En Matamoros, una liga de béisbol y una unidad deportiva llevan su nombre. Y pareciera que quien no sabe de él en Matamoros, estuviera blasfemando.

Hoy día, a Horacio no le queda de otra más que hacer trabajar la memoria. Hay días en donde tocan a su casa para que firme alguna playera o una tarjeta de béisbol; él con gusto lo hace. Con su hermano puso una cantina al otro lado de su casa. Vive de eso y de los dos mil dólares que le llegan de pensión desde las Grandes Ligas.

Atrás dejó los 100 mil pesos que le llegaron a pagar en México, los sueños y las alegrías. Todo se lo debe al béisbol. “En ocasiones lo extraño, pero qué puedo hacer”, dice Horacio. Jamás ha pensado en ser mánager; menos cuando daba consejos a la gente del Unión Laguna y estos lé despreciaron. “Me veían ruco, pensaban que les iba a quitar el trabajo, yo sólo quería ayudar, pero no hacían caso. Chinguen a su madre, pensé”.

Horacio corre y camina todas las noches alrededor de su casa. Es amante de la pesca. Le gusta ir y quedarse horas en el río, esperando que pique el pez; mientras piensa que pudo llegar más lejos e imagina cómo sería su vida si no le hubiera caído aquel foul, proveniente del Campo Cámara, donde desde hace cuatro años una placa y un busto inmortalizaron al hijo pródigo de Matamoros.

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